La espiritualidad en la actualidad se ha infantilizado, reflejando una tendencia que resuena con la sociedad egoíca de la posmodernidad. En lugar de buscar un camino profundo de autoconocimiento, transformación interna y conexión con lo trascendental, la espiritualidad se ha proyectado hacia la consecución de objetivos de éxito personal, autocomplacencia y la exaltación del propio ego. Esta distorsión convierte la espiritualidad en un mero instrumento analgésico, una vía de escape y evasión de la realidad, donde se busca evitar el dolor, la confrontación con las propias sombras y los desafíos existenciales que forman parte del crecimiento genuino.

Esta corriente, conocida como la "espiritualidad rosa," se caracteriza por una búsqueda constante de experiencias agradables y una visión idealizada de la vida, como si el conocimiento espiritual fuera una llave mágica para evitar el sufrimiento y lograr una existencia de puro placer y gratificación. Es una espiritualidad superficial, desprovista de la profundidad y el compromiso necesarios para enfrentar las realidades duras de la vida y las complejidades del ser humano. Se trata de una espiritualidad que se envuelve en un mundo de fantasía aterciopelada, en el que se pretende que todo sea positivo, armonioso y carente de conflicto, ignorando la importancia del trabajo interior y la confrontación con los propios defectos.

Este enfoque evita la responsabilidad personal y promueve una actitud pasiva, donde se espera que los problemas se resuelvan por sí solos a través de la mera "vibración positiva" o de una mentalidad ingenua de que todo en la vida debe ser fácil y placentero. De este modo, la espiritualidad pierde su verdadero propósito como camino de autodescubrimiento y sanación, transformándose en un refugio cómodo pero vacío, donde el crecimiento real se reemplaza por una búsqueda constante de validación externa y experiencias pasajeras que solo nutren el ego.