Una familia era muy unida, creían mucho en Dios y los padres iban a la iglesia todos los domingos con sus hijos, los cuales fueron criados con muy buenos valores. Tenían una granja en la que todos colaboraban con amor y dedicación, pero uno de los niños, el mayor, era diferente a ellos, no disfrutaba de ir a la iglesia, de colaborar en la granja, no le gustaba compartir con sus padres en las reuniones familiares, les explicaba a sus padres que todo eso era aburrido para él, que ya estaba cansado de ese estilo de vida, que sus padres no sabían apreciar la vida de verdad porque no la sabían disfrutar, que él lo que quería era salir con sus amigos, ir a fiestas y disfrutar a lo grande como los demás niños de su edad. Les decía que sus compañeros de clase ya podían estar en la calle todo lo que ellos quisieran sin que nadie les dijera que podían y que no podían hacer.

Sus padres estaban muy tristes con esta situación, porque siempre intentaron que todos sus hijos valoraran el tiempo en familia, sin embargo, cuando el hijo mayor cumplió la mayoría de edad, se marchó de la granja para vivir la vida como él quería. El joven estaba muy molesto con sus padres, así que no quería tener ningún contacto con ellos, sus padres, en cambio, le siguieron el rastro y gracias a algunos amigos y conocidos pudieron seguirle el rastro por un tiempo y saber como estaba, pero, un día, no tuvieron más noticias del joven.

Pasaron varios años sin saber de su hijo y los padres tenían una gran tristeza, tenían a sus otros hijos con ellos, pero la ausencia de uno de ellos les robaba la paz y la felicidad.

Un día, recibieron una carta y descubrieron con asombro y alegría que era de su hijo mayor, en la carta les contaba que estaba bien, que de hecho ya tenía una familia, tenía una esposa y dos hijos. Les contó que había tenido muchos tropiezos y confesaba que hizo mal marchándose tan pronto de casa y que ahora que era padre los comprendía, comprendía que ellos querían lo mejor para él y que él no lo supo valorar. En la carta les dijo que fue muy difícil enviarla, porque no sabe si lo perdonarán por haberlos perdonado, porque entiende todo lo que debieron sufrir al haber partido así. Les avisó que pronto pasará cerca de la granja con su esposa e hijos, como desde las vías del tren se ve la granja, él aprovechará para mostrarle a su familia el lugar donde creció y que nunca debió abandonar.

Al final de la carta les pidió que si lo perdonaban pusieran un moño blanco en el árbol, así, si él sabía que lo perdonaban, bajaría del tren con su familia, para abrazar de nuevo a sus padres y hermanos, porque nada le haría más feliz que volverlos a ver, pero que él comprendería perfectamente si no lo perdonaban.

El día del viaje llegó y el hombre descubrió con alegría, que no había un pequeño moño blanco en el árbol, sino un gran moño blanco hecho con sabanas que cubría casi todo el árbol. Sus padres querían que supiera el tamaño de su perdón, para ellos, él siempre había estado perdonado, él nunca había dejado de ser su hijo.

Así es Dios con nosotros, muchas veces pensamos que él nunca nos perdonará el haber estado lejos de él o el haber desperdiciado el tiempo y el talento que se nos ha dado. Creemos que no nos perdonará por haber mostrado tan poco interés en él y en las cosas espirituales, creemos que ya es demasiado tarde para buscarlo. Pero Dios, en su infinito amor y misericordia, nos espera con los brazos abiertos.

Narración: Liliana Gonzalez

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